Me duele el cuello. No sé si es por un mal gesto o por un sobreesfuerzo. Pero me duele. De mirar -y no ver- a tantos frentes. De mirar y no sentir -o sentir demasiado-.
La vida es como el equilibrista de circo. Cuando eres joven no te da miedo, coges la vara y hacia adelante. A comerte el mundo. Luego, conforme adquieres compromisos la vara pesa más, necesitas que el cable sea más grueso y que haya una red debajo. Pero eso lo haces a costa de renunciar a ciertas libertades y a alguno de tus sueños. Entonces tienes que llegar a un pacto. Un pacto entre lo que eres, lo que siempre has soñado ser y lo que realmente puedes llegar a ser.
Me duele el cuello. No sé si es por un mal gesto o por un sobreesfuerzo. Pero me duele. De mirar -y no ver- a tantos frentes. De mirar y no sentir -o sentir demasiado-.
Hoy me ha fallado un cable. De esos de colores que tanto le gustan a mi hijo Mateu para hacer conexiones imposibles: entre el móvil y el ordenador, entre una batería externa y la plancha, de un altavoz a la pizarra, del radiador a la escoba… en una maraña que solo él entiende y solo él desentraña...
Y de repente una llamada inesperada. Y una petición de ayuda aún más inesperada. Y una tormenta donde siempre hubo calma.
Nacemos para crecer. Siempre hacia arriba nos enseñan a mirar de pequeños. A ser más altos, más fuertes, correr más rápido, cumplir años, querer hacer cosas de mayores… hasta que te haces mayor y lo que haces no siempre es lo que habías soñado...
Hace unas semanas hice una de esas pequeñas locuras que le ponen salsa a la vida. De esas que te dejan huella y una sonrisa para unos cuantos días… o años...