Soy un vencedor lento. Eso creo. O eso quiero creer para que al menos me sirva de consuelo cuando veo como -aparentemente- algunas oportunidades se escapan...
Gana porque no importa llegar más rápido. Importa llegar. Gana porque sabe cuáles son sus límites y cómo puede bordearlos hasta alcanzar lo que se plantea. Gana porque se supera -o no-, pero él es consciente del esfuerzo y eso le basta. Rojas Marcos es siquiatra, sabe bien de lo que habla.
También
sabe bien de lo que habla Carl Honoré,
autor canadiense del libro “Elogio de la lentitud”, una compilación de reflexiones sobre la pausa necesaria en
contraposición con las prisas, la impaciencia, la ansiedad, la velocidad que
nos rodea. Esa obsesión enfermiza por no perder el tiempo -y acabar por
perderlo todo sin saberlo-. “Creo que vivir deprisa no es vivir, es sobrevivir” dice Honoré.
“Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder
el tiempo,
pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida
(…)". Cuanto más deprisa corro, menos pienso, añado yo.
Tempus fugit, dejó escrito Virgilio allá por el s. I. Y ahora, en lugar de
aprovecharlo lo vamos acumulando sin sentido -y sin sentidos-, dejándonos
seducir por los nuevos hombres grises de los que ya nos advirtió Michael Ende.
“El verdadero tiempo no se puede medir por el reloj o el calendario (…) Para
vivir de verdad hay que tener tiempo. Hay que ser libre” decía Ende en “Momo”,
una novela que aguarda muchas reflexiones válidas para todos los que hoy adultos,
la leímos siendo jóvenes o niños.
Los niños
son -o pueden ser- el ejemplo, de como disfrutar. “¿A ti no te han enseñado a
esperar?” decía mi sobrina Elsa cuando alguno de la familia se levantaba rápido
de la mesa, con la comida todavía en los platos. Apenas tenía 5 años. Los niños
son naturales, directos, espontáneos, felices, vivos… hasta que poco a poco los
domesticamos.
Leí hace
tiempo un reportaje sobre “La tercera ola” del sociólogo Alvin Toffler. Explicaba -además de diversas teorías económicas- como la escuela,
sirvió en su momento como elemento transformador, no solo en sentido real,
cuanto a la transmisión de conocimientos entre las personas, sino también como
mecanismo para cambiar los hábitos, las rutinas, el comportamiento de los niños y
jóvenes. Y acostumbrarlos a funcionar con horarios estrictos -al son de la
sirena o la campana-, a no hablar, a estar estáticos en una estancia cerrada, en
un espacio reducido. Como si más que dar una formación en conocimientos para la vida los preparaba para el
trabajo en cadena de las fábricas. La escuela -algunas- como modeladora de
futuros autómatas -algunos-.
Nueva
vida, nuevos tiempos. Mismos anclajes, mismos privilegios.
Soy
un vencedor lento. O al menos, me gustaría aprender a serlo. Y que cuando llegara el
momento de echar la vista atrás, poder decir satisfecho: “Al fin llego. Tarde,
pero llego".
www.haciarutasdecambiopositivo.wordpress.com
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