Hace unas semanas hice una de esas pequeñas locuras que le ponen salsa a la vida. De esas que te dejan huella y una sonrisa para unos cuantos días… o años.
Cogí la bicicleta vieja -las alforjas, la tienda, el saco de dormir, el fogón- y a pedalear hacia Ojos Negros por la vía verde que le da nombre sin más preocupación que no pinchar -imposible- y encontrar un lugar protegido donde dormir. Qué podía salir mal?
De salida en Navajas un desvío para ver a Rafa, un amigo que trabaja en Jérica. Unas cuantas cuestas extras que con la emoción de arrancar la aventura y las piernas frescas no pesaron y que quedaron compensadas por el rápido saludo.
Y luego a dar pedales. Siempre cuesta arriba por una pendiente en principio moderada. Hasta que a los pocos kilómetros, poco antes de Barracas, llega el desvío. Obras de mejora dicen. Y te obligan a salirte de la vía para buscar una alternativa por caminos con rampas al 16%!!! Locura.
Más que un desvío era un desvarío. Y mientras pedaleaba -con esfuerzo arrastrando los 25 kilos de peso- pensaba en que era también algo simbólico.
Porque la vida también te presenta desvíos inesperados que te conducen a caminos pedregosos, empinados e incómodos. De esos que te dan ganas de dejar de pedalear. La clave está en no convertir los desvíos en desvaríos. Y persistir. Sabiendo que hay que saborear cada pedalada que te va acercando a la meta. Y que por mucha cuesta que haya, luego siempre viene bajada.
Ya de bajada por cierto -con los 350 km en las piernas, los tres pinchazos y algunos arañazos- volví al punto del desvío inicial. Pero esta vez salté la valla y seguí pedaleando sin que hubiera ningún impedimento en ese tramo. Y más allá de acordarme de algún familiar del que diseñó el trazado alternativo, quedaba un aprendizaje: que los desvíos -y los desvaríos- dependen en parte de como los afrontes. Y que mejor seguir dando pedales. Aunque a veces cueste.
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