Nacemos para crecer. Siempre hacia arriba nos enseñan a mirar de pequeños. A ser más altos, más fuertes, correr más rápido, cumplir años, querer hacer cosas de mayores… hasta que te haces mayor y lo que haces no siempre es lo que habías soñado...
Crecemos por inercia. A empujones -inevitables- de la naturaleza y a empujones de una conciencia social que no entiende otro camino que el del crecimiento.Y todo te empuja a hacer más -a tener más, a comprar más- a ser más ambicioso, a progresar, a querer llegar -o en su defecto a aparentar- a costa de olvidar las cosas que le darían mayor sentido a la vida.
Porque además llega un momento en que el crecimiento obligatoriamente se estanca. Y tienes que aprender a dar pasos atrás: en el aspecto físico, en tus capacidades, en lo laboral, en lo familiar… pero, ¿quién te enseña a decrecer?
El decrecimiento es una realidad de la que no se habla. Pero a todos nos llega. Lo ignoramos como si no existiera. Como si al negarlo fuéramos a retrasarlo. Puede ser. Pero siempre llega.
Y cuando llega, te golpea fuerte -de frente- a manos llenas. Y así, medio aturdido, toca desaprender para aprender a crecer desandando parte de lo andado -siendo eso sí más selectivo-. Con menos ímpetu y energía. Con más experiencia y conciencia de que el camino cualquier día se acaba.
En realidad nacemos para morir. Pero nadie nos prepara para eso. Quizá en la otra vida.
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De decrecimiento habla también Antonio Turiel en su último libro sobre el cambio climático. "El futuro de Europa". De como el decrecimiento es la única solución para salvar la civilización. Y no por una cuestión ideológica, sino por pura supervivencia por la escasez de las materias primas que harán inasumible mantener nuestro nivel de vida y consumo.
Ahí andamos también con las orejeras puestas. Sin querer abordar el problema. Ya se las apañarán las generaciones futuras. A ver cuantas quedan.
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