La vida es mejor cuando es incómoda. Inquieta, sobrevenida. Inesperada. Cuando te saca de tus raíles y los planes milimétricamente estudiados en esa obsesión de buscar siempre lo previsible, lo rutinario, lo estable...
Cuando te sorprende -y te dejas sorprender-. Cuando te atreves a caminar -o saltar- sin saber si hay red. Cuando llueve y te mojas - y no es más que agua caída del cielo-.
Cuando duermes entre montañas escuchando sus susurros y el canturreo de los pájaros al alba. Cuando te dejas mojar por un mar que no está en calma.
Cuando pedaleas de noche por una carretera vacía y milagrosamente desaparece la fiebre que te invitaba a quedarte en casa. Cuando dejas atrás la pereza enredada en su maraña.
Cuando cargas el coche en busca de un pueblo perdido que solo encuentras en tu memoria. Y la vida sencilla -aunque incómoda- te devuelve una pequeña sonrisa viendo la alegría de los pequeños.
Cuando vences el frío para volver a la carretera y sentir en tu cara el viento y superar la fatiga.
Cuando la incomodidad te obliga a esforzarte y a estar más presente. A ser más consciente de que con el tiempo las verdades incómodas se imponen a las cómodas mentiras.
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