Hay días que arrancan normales, rutinarios, vacíos, como un pan sin sal… y te acaban cambiando la vida. Para bien, para mal. Para siempre...
Con los años se te acumulan los días señalados, -algunos más obvios, otros no tanto- guardados en el cajón de los secretos olvidados. De cuando eras más joven -de cuando eras más tierno- y todavía te quedaban sueños.
Con los años, también, el calendario se va actualizando y va alterando su orden en la escala emocional, esa que te remueve cuando haces porque el mundo baje el ritmo y frene -aunque solo sea un peldaño- para recuperar algo de aire.
Por eso nos llenamos los otros días de cosas insustanciales. Para no pensar, ni plantearnos si quiera, que pasó aquel día, qué hubiera pasado.
Vértigo que el mundo se acabe y haberlo dejado escapar. Vértigo de darte cuenta que el calendario ya no es igual. Vértigo de comprobar que ese día vuelve a ser un día normal.
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