lunes, 4 de febrero de 2013

insomnio

Dormir es un placer. Uno de los pocos lujos -baratos- que nos quedan y que nos dejan tener. De pequeño lo cumplía a rajatabla. Era dormilón, como el mítico equipo ciclista de los años ochenta. Me costaba despedirme de las sábanas. Siempre quedaba alguna conversación pendiente con ellas que se alargaba más allá del mediodía...

Mi hermano, Rafa, decía que era perezoso (y un poco vago), y un amigo, Paco, me insistía en que dormir tanto era perder el tiempo. Al contrario. Dormir me daba la vida. En sueños he recorrido países y lugares inexplorados. En sueños he sido guerrero, futbolista y mago. En sueños he pasado miedo, he reído e incluso me he enamorado. Llegué a encontrar la que creí que podía ser mi princesa. Qué inocencia!. 

Ahora ya no duermo tanto. Al menos como antes. Me sobra espacio en una cama tan ancha. Me falta valor para cerrar los ojos y volver a encontrarla. Los años, las preocupaciones y la conciencia tampoco ayudan. Además, tanto tiempo madrugando hace que el cuerpo se acostumbre y te despiertes pronto, aunque no haya necesidad. El reloj biológico, dicen. Ese asesino de sueños. 

Y por las noches cada vez cuesta más encontrar el momento. Para qué dormir si ya agoté mis sueños. Para qué despertar si ya no puedo cumplirlos.





“No consigo dormir. 
Tengo una mujer atravesada entre los párpados. 
Si pudiera le diría que se vaya; 
pero tengo una mujer atravesada en la garganta”

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