Un
pellizco. Sólo un pellizco puede servir para cambiar la percepción que tengas del
mundo. Dos dedos, un gesto sencillo para alejar las penas, los miedos y los malos presagios. Un juego infantil. Un juego muy serio...
Lo
cuenta Khaled Hosseini en su última
novela “Y las montañas hablaron”. Relata ese momento tierno, entrañable,
casi mágico, como contrapunto a los malos sueños que atormentan al propio padre.
De niño vivió en una aldea perdida del Afganistán de los años 50. Pobre y diminuta, la aldea. Tan pobre como ellos. Para poder sobrevivir tuvieron que vender a su hermana -también de nombre Pari- a una familia menos pobre y menos diminuta. Treinta años después
Abdulhá quería ahorrarle a su hija las pesadillas que a él le visitaban todos
los días. El remordimiento de no haber hecho más. De haberlo dejado pasar. De
haber vivido con un mordisco en el corazón. El dolor de no saber que fue de su hermana. Y el dolor de no haberla buscado. No lo describe tal cual Hosseini, pero se
intuye.
Hay
muchos pequeños/grandes dramas detrás de cada familia. Más en países que, como
Afganistán, viven instalados en una guerra infinita. Lo dice de forma gráfica Idris, otro de los personajes de la novela: “Kabul
es un lugar con mil tragedias por kilómetro cuadrado” asegura este médico de buena voluntad pero de conciencia corta. Tan corta como la nuestra
No
hace falta irse tan lejos. Aquí al lado hay mil dramas separados por un mar
cada vez más lleno de penas y cada vez más lleno de cadáveres. Como los de los 15 inmigrantes a los que la Guardia Civil recibió hace unos días con disparos de pelotas de goma mientras nadaban exhaustos tratando de alcanzar la orilla
española. Toda una declaración de intenciones de la ‘avanzada’ y de la ‘civilizada’
sociedad occidental.
No quiero imaginarme los terrores nocturnos que deben de
tener los que sobrevivieron recordando la secuencia -y el recuento de los
muertos-. O las pesadillas de los familiares de quienes se ahogaron. O quizás no
tengan. Es un lujo que no pueden permitirse.
Y
los que dispararon, ¿tendrán pesadillas por las noches? ¿les visitarán los
fantasmas de aquellos a quienes no ayudaron?. Quizás se froten las sienes
intentando convencerse: “sólo cumplimos órdenes”. ¿Tendrán pesadillas los que -desde el calor del despacho y los kilómetros de distancia- ordenaron los disparos?. Y los que los ocultaron, justificaron o acabaron por asegurar que las pelotas no provocaron las muertes -"se ahogaron solos" dicen-, ¿tendrán pesadillas?. Son 15 muertos a sus espaldas. Debe de ser una carga demasiado pesada
para olvidarlos con dos palmadas, con dos pellizcos o con una visita al confesionario.
La
historia nos acabará juzgando. Y nos verá con los mismos ojos horrorizados con
que ahora observamos otras épocas pasadas -inquisición, esclavitud, genocidios…- que nos
hacen plantearnos “¿cómo era posible…?”. Ahora ya lo sabemos: mirando para otro
lado.
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No
recuerdo haber tenido malos sueños de niño. Los recuerdo ahora, de adulto. Uno
insistente me atormentó varios años. Nada grave. Llegaba tarde al trabajo. Una
falta imperdonable en un oficio en que las horas, los minutos y los segundos
son las herramientas principales. Y escuchaba sonar insistente la sintonía del inicio
del programa desde la radio de un coche que no avanzaba, desde una calle sin salida o detrás de un cristal que no podía atravesar. Pequeños y absurdos dramas occidentales.
Ahora
los malos sueños los tengo despierto. Sueño con una puerta que no se abre y una
luz roja apagada. Sueño con el silencio. Y sueño -temo- también con que no haya nadie
para pellizcarme.
“Cuando era niña, mi padre y yo teníamos un ritual nocturno, después de rezar mis veintiún bismalá, él me metía en la cama, me arropaba, se sentaba a mi lado y me quitaba los malos sueños de la cabeza pellizcándome entre el índice y el pulgar. Sus dedos iban de mi frente a mis sienes, para luego buscar con paciencia detrás de las orejas y en la nuca, y con cada pesadilla que me arrancaba me chasqueaba los labios, haciendo el ruido de una botella al descorcharse. Metía los malos sueños, uno a uno, en un saco invisible en su regazo y ataba su cordel con fuerza. Entonces hurgaba en el aire en busca de sueños felices con que reemplazar los que había quitado.
Yo lo observada ladear un poco la cabeza, con el cejo fruncido y con los ojos moviéndose de aquí para allá como si tratara de oír una música distante, y contenía el aliento, esperando el instante en que esbozaría una sonrisa, canturrearía: “Ah, aquí hay uno” y ahuecaría las manos para dejar que el sueño le aterrizara las palmas como un pétalo que caía caracoleando de un árbol. Y entonces, muy suavemente, pues mi padre decía que todas la cosas buenas de la vida son frágiles y se quiebran con facilidad, alzaba las manos y me frotaba la frente con las palmas para meterme la felicidad en la cabeza”
Khaled Hosseini, "Y las montañas hablaron"
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