Érase una vez un rey trasnochado, un gobierno indeciso y un pueblo -casi siempre- apático. Érase una vez un país -no tan- lejano, unas gentes dormidas y unos cuantos -demasiados- ávaros. Érase una vez...
Érase una vez un rey convencido que legitimó su cargo en un día de trabajo -qué afortunado!-. Así lo creía, y así lo adulaban los que a su alrededor eran incapaces de apreciar su desnudez campechana. Érase una vez un rey fatigado, que acumulaba enfermedades, vicios, placeres y algunos escándalos -imposible ya de ocultar en los armarios-.
Érase una vez un rey alejado: de la realidad, de la calle, de las penas, del hambre. Ajeno a esos males, ocupaba el tiempo cazando -ora animales, ora comisiones-, así durante años y años hasta multiplicar trofeos y ganancias. Dorado sobre dorado.
Érase una vez un rey caducado que jugaba a representar a quien no lo había votado. Érase una vez un rey gracioso, alegre, casi simpático porque parecía desempeñarse sin vara ni mando. Por no mandar no mandaba ni tan siquiera en palacio, donde apenas acertaba a observar como se diluía su familia, como el agua entre las manos. Y el pueblo perplejo, mirando.
Érase una vez un cuento -no tan- inventado, donde las perdices, los tesoros, los príncipes y las princesas son privilegio de unos cuántos. Y el final no es colorín, ni tampoco es colorado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario