miércoles, 4 de junio de 2014

érase una vez


Érase una vez un rey trasnochado, un gobierno indeciso y un pueblo -casi siempre- apático. Érase una vez un país -no tan- lejano, unas gentes dormidas y unos cuantos -demasiados- ávaros. Érase una vez...


Érase una vez un rey convencido que legitimó su cargo en un día de trabajo -qué afortunado!-. Así lo creía, y así lo adulaban los que a su alrededor eran incapaces de apreciar su desnudez campechana. Érase una vez un rey fatigado, que acumulaba enfermedades, vicios, placeres y algunos escándalos -imposible ya de ocultar en los armarios-.

Érase una vez un rey alejado: de la realidad, de la calle, de las penas, del hambre. Ajeno a esos males, ocupaba el tiempo cazando -ora animales, ora comisiones-, así durante años y años hasta multiplicar trofeos y ganancias. Dorado sobre dorado




Érase una vez un rey caducado que jugaba a representar a quien no lo había votado. Érase una vez un rey gracioso, alegre, casi simpático porque parecía desempeñarse sin vara ni mando. Por no mandar no mandaba ni tan siquiera en palacio, donde apenas acertaba a observar como se diluía su familia, como el agua entre las manos. Y el pueblo perplejo, mirando. 

Érase una vez un rey asustadizo, agotado, que huyó -de improvisto, raudo- cuando los habitantes del reino empezaron a despertar del letargo. Antes de marchar, eso sí, intentó dejarlo todo atado y bien atado con la ayuda necesaria de quienes no siempre demuestran ser necesarios. 

Érase una vez un rey apuesto, preparado -eso dicen del nuevo-, que multiplicará esfuerzos para coger con alfileres, a cuatro manos, una institución que no es futuro, es pasado. Y él lo sabe. Sólo le queda ser digno

Érase una vez un cuento -no tan- inventado, donde las perdices, los tesoros, los príncipes y las princesas son privilegio de unos cuántos. Y el final no es colorín, ni tampoco es colorado. 


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