viernes, 18 de abril de 2014

para contarla


La vida esta ahí para quien quiera alcanzarla. Sólo hay que ir a por ella y saborearla, paso a paso, beso a beso, trago a trago -también los amargos-. Y atreverse a mirar -aunque no siempre sea agradable-. Y atreverse a sentir -aunque casi nunca sea razonable-. Y atreverse a vivir, aunque sólo sea para contarla.

Quien mejor lo hacía era Gabriel García Márquez. Su gran mérito era convertir lo normal en extraordinario. La rutina, la costumbre, el día a día de la vida en su Colombia natal quedaba representada con un barniz distinto a los ojos de Olegario -así iba a ser bautizado antes de recibir finalmente el nombre de Gabriel José de la Concordia-. 

Buscó entre la cotidianidad la mayor parte de los elementos de sus novelas. Ese pueblo perdido, Macondo, -ahora ya universal gracias a "Cien años de soledad"- no era más que el nombre de una finca bananera integrada en el paisaje de esos viajes interminables en tren camino de Aracataca, allá por los años cincuenta. La apasionada historia de la joven y el telegrafista desgarbado -violín en mano- en "El amor en los tiempos del cólera" es el relato -aumentado- de la propia historia de amor de sus padres. "Le entrego mi vida en esta rosa", le dijo Gabriel Eligio a Luisa Santiaga, bajo la mirada inquisidora de ese coronel -a quien nadie escribía- que era su abuelo materno, el coronel Nicolás Márquez. 





Su abuelo fue quien le descubrió las palabras. Le hizo el mejor regalo posible para un niño despierto que -primero con dibujos- ya soñaba con ser contador de cosas: le dio un diccionario. "¿Cuántas palabras tendrá?" dice García Márquez que le preguntó a su abuelo. "Todas" dice que le respondió el coronel. Y se lo leyó entero, como una novela. 

Luego vinieron los cuentos -"Las mil y una noches"- y otros cientos de libros -Kafka, Faulkner…-. También ese Quijote que llegó a aborrecer en la escuela. Curiosa paradoja en quien luego llegaría a escribir el equivalente americano, en palabras de Carlos Fuentes. Curioso también el principio y el fin:  Cervantes nos dejó el inicio más recordado -"En un lugar de la mancha…"- y García Márquez el final por excelencia -"…las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra"-. 


García Márquez tropezó con una Colombia condenada, difícil, rural, pobre. Pero él sólo quería vivirla -"dos camisas y dos calzones: uno puesto y otro secándose. ¿Qué más se necesita?"-. Vivir para luego contarla. 





Lo hizo, primero, a través del periodismo. "El mejor oficio del mundo" decía. Si viera ahora en qué se ha convertido… Llegó a hacer incursiones en el periodismo deportivo, escribió de ciclismo -de los primigenios escarabajos colombianos- y también de fútbol, con más fortuna en lo primero que en lo segundo, según indica una carta de un -osado- lector del "Crónica" que afirmaba que García Márquez era incapaz de distinguir entre un balón y un tranvía. Lo que confundió, en realidad, fue la apariencia de un jugador del Deportivo Junior apellidado Berascochea, a quien describió como vasco de pura cepa, y resultó ser "un negro retinto de la mejor estirpe africana". En sus memorias, "Vivir para contarla", reconoce que fue lo peor de lo -mucho- que ha escrito. Al menos fue honesto.  

Escribió mucho, repartiendo generoso el talento natural recibido, pero también insistió mucho sin ceder a las presiones ni a las necesidades económicas. No fue hasta pasados los cuarenta años cuando empezó a ganar dinero con los libros -casi quince después de escribir su primera novela, "La hojarasca"-. Llegaron luego la gloria, la admiración mundial por "Cien años de soledad", y los premios. 


Cuando recogió el Nobel de Literatura en 1982 realizó un discurso pausado pero con palabras incendiarias -rigurosas, con datos- denunciando cómo el capitalismo salvaje desangraba -y desangra- aquella América Latina que hoy sigue muriendo. Que hoy sigue necesitando encontrarse en una realidad mágica para escapar de su condena. Denuncia de ese capitalismo atroz, inmoral, descontrolado que ha acabado por devorarse a sí mismo y que amenaza con devorarnos a todos.
 




La realidad -la de antes y la de ahora- va más allá de las grandes cifras macroeconómicas, de los objetivos anuales de crecimiento y de los resultados. La realidad está en la calle, al alcance de la mano. Para quien quiera atraparla y darle forma. Para quien quiera vivirla. Para quien quiera contarla. 





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