Anoche vi llorar al cielo. No mucho, solo un rato, un tiempo. A un ritmo pausado, lento. Un constante goteo de lágrimas de fuego que se asomaban de tanto en tanto a través de un velo de nubes, entre bostezo y bostezo. Y no eran tristes, eran lágrimas de sueños. Las que nos trae cada año, en agosto, San Lorenzo o Perseo, según credos. Eran lágrimas sin pegamento...
Como niños pequeños -que todavía somos- nos resistimos a esa explicación tan fría. Y rebuscamos entre los bolsillos -y entre los libros o en la imaginación- otras más adecuadas a nuestra necesidad de creer en un mundo mágico. Como la que le explicó aquel niño de Nicaragua a Eduardo Galeano -eterno Galeano-: "¿Sabes porque se caen las estrellas?" le preguntó. El mismo niño le dio la respuesta. "Es culpa de Dios. Es Dios que las pega mal. Él pega las estrellas con agua de arroz".
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Es bonita la explicación. Y la ingenuidad de los niños. Como la de mi sobrino, Rafa, que con cinco años ha descubierto el cielo y las estrellas hace poco. Incluso a veces lo observa junto a mi hermana, con un viejo telescopio. El otro día le explicaba Mamen, mi hermana, aquello de que tenía que pedir un deseo al ver una estrella fugaz. Y le dijo que pensara uno. Rafita lo pensó. Y serio, se lo dijo, bajito, al oído: "Que Doraemon sea real". 5 años. Un bicho.
Ayer cuando vi una estrella fugaz -una de esas a las que les falta pegamento- me vino a la mente un deseo: que Rafita siga teniendo sueños. Y que no se nos olvide soñar al resto.
Gon, no somos nadie si no somos capaces de soñar. Yo pediría por que los mayores sigan teniendo sueños como cuando eran pequeños
ResponderEliminarEl problema es que se nos olvida en seguida. Llámale cansancio, llámale pereza, llámale rutina...
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